viernes, junio 22

En días nublados y húmedos como hoy me siento muy bien. Me agradan los días así, son como días al final de un otoño perfecto. Siempre he relacionado este clima con Tampico en diciembre, ahí por las vacaciones de Navidad. En mi tierra casi nunca hace frío, varios años hemos pasado las pascuas sudando con ropa de verano. Sin embargo, diciembre y enero suelen ser meses de bajas temperaturas, entre 10° y 15°C, que aunque no parece poco, la humedad y la brisa marina hacen que el frío cale hasta los huesos.
Mis sentidos me transportan a esos días cuando estaba en las vacaciones de la primaria o la secundaria, mi madre es maestra y no va al trabajo en esas fechas. Me levanto en la mañana después de ella, desayunamos con mi hermano, hacemos entre los tres el quehacer, juego con mi hermano un rato, me meto a bañar y esperamos a que llegue Andrés del trabajo para comer con él. Por la tarde veo la televisión y leo un rato. Pasamos casi todo el día adentro de la casa por el frío y la lluvia. Por esas fechas es común la lluvia “mojapendejos” como decía mi abuelo Mario, esa lluvia que no moja pero cómo empapa. A veces, en los fines de semana, voy con mi papá a la playa, siempre me ha gustado el mar revuelto, sin gente, con mucho mucho frío.
Hubo un tiempo en que mi padre estaba embarcado; trabajaba 20 días en altamar cerca de Chile y regresaba a descansar por 10 días. Durante esos 20 días sin padre en casa mamá cambiaba, se volvía más tierna, más cariñosa, como si tratara de llenar con nosotros el vacío que le daba la ausencia de papá. De niños tuvimos una relación muy estrecha con mi mamá, ella fue muy disciplinada con eso de las tareas del hogar (menos de las recámaras, eso era cosa de cada quien y éramos libres de tener nuestro cuarto en orden o patas arriba), pero nos alcahueteaba en la tarde para hacer lo que quisiéramos. Cuando hacía mucho frío nos quedábamos en casa, comprábamos pan y hacía chocolate tabasqueño caliente, rezábamos el rosario a las 7pm y a las 7:30 nos sentábamos a ver Los Picapiedra en la tele. A veces rezábamos más temprano y veíamos alguna película. Los viernes siempre fueron para ir a visitar a mis abuelos y merendar con ellos. O a veces eran mis abuelos los que iban a mi casa a rezar (por si no lo saben, diciembre es el mes del rosario dedicado a la virgen de Guadalupe; tradición que mi familia cumple con fervor). Del frío en casa de mi abuelita sólo recuerdo el té de zacatelimón que hacía para beber como agua de uso hasta en las comidas, cosa que yo detestaba porque siempre me ha gustado el agua fría y de sabor para comer.
Recuerdo muchas cosas y me dan ganas de salir a caminar bajo el día gris y fresco, regresar a casa y jalarme un cobertor para echarme frente al televisor y ver cualquier cosa, sin pendientes por el día de mañana. Me siento renovada cuando recuerdo así mi niñez, cuando recuerdo con todos mis sentidos esa parte de mi vida cuando me sentí siempre acompañada y protegida por el calor de hogar a pesar del frío exterior.
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Me gusta ver llover, así podría quedarme horas absorta con la nariz pegada al vidrio de la ventana, viendo cómo escurre el agua, escuchando los chorros cayendo. Me gusta mucho el agua. Ayer mientras brincaba charcos en el camino rumbo a casa pensaba que eso debe ser porque crecí en un lugar rodeado de agua por todos lados: la playa de Miramar, la laguna del Chairel, la del Champayán y la del Carpintero, el río Pánuco. Recordé entonces una canción que me gusta mucho desde niña y que mi madre, en su patriótico afán localista, siempre me pone cuando estoy de visita:

El Navegante.

Navegante que vas por el río
navega y navega en busca de amor
cuando pasas por Reventadero la brisa hechicera murmura un adiós
Periquillo, La Isleta, Tamuche, la Vega de Otates, el Puente y Tamós
es que vas a llegar a Tampico
y una linda porteña te dará su amor.
Navega
en busca de amor...

(No recuerdo bien pero me parece que la tocan Claudio Rosas y La Orquesta Tampico)

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