martes, abril 22

entre paréntesis

Quizá la mejor época del año aquí en el DF sea la primavera: muy verde, ni muy calurosa pero no fría y sin tanta lluvia y con muchas flores alrededor. Al menos ésta, después de siete años, me ha resultado muy bella. Por eso me entristece que mi jacaranda ya se esté quedando sin flores, después de casi dos meses de engalanarme la ventana y hacerme compañía y filtrar la luz dándole un color violeta. Hoy es de esos días en que ni mi cabeza ni mi cuerpo responden cuando quiero hacerles trabajar, es de esos días en los que estoy ida, con la mente en blanco y nada es lo suficientemente interesante para atraer mi atención. Tengo un día así cada mes, en promedio, aunque eventualmente me fuerzo a hacer algo de provecho. De pronto me pregunto si después de todos estos eventos que empiezan a presentarse, no me estaré inconscientemente boicoteando, convencida en el fondo de que no soy capaz de realizar todas estas cosas que parecen querer desarrollarse. Me gustaría ser como esos chicos que retozan sobre el pasto con su ser querido. Quisiera que nos encontráramos así como si nada, al azar, caminando entre el tianguis de libros, o que estuviésemos un poco más cerca para poder escaparnos por ese helado de chocolate del que tanto antojo tengo en este momento.
Pero bueno, después de estos cinco minutos, voy a aprovechar que el guitarrista de allá abajo sigue tocando popcito bastante agradable y voy a ponerme las pilas para empezar a limpiar esa base de datos por la que tanto lloriqueé por años y que por fin ya tengo. Decir que no tengo ganas de trabajar no es una razón aceptable para no aprovechar las oportunidades que se presentan.
En fin. Sean felices, tengan días buenos.

jueves, abril 10

viento

Esta mañana estaba nublado afuera y había poca gente en las calles, hasta encontré lugar sin problema en el autobús y el ambiente casi se sentía de domingo; de esos domingos cuando uno se levanta temprano y empieza a hacer cosas cuando casi todo mundo sigue dormido.
Horas después ha salido el sol y vuelvo a escuchar los  ruidos cotidianos de los partidos de fútbol, del trinar de los pájaros, de la gente que se reúne a platicar en el pasto de acá abajo.
Llevo más de una hora observando todo por la ventana, escuchando música viejita que me recuerda a mis padres, embelesada por el vaivén de las ramas de las jacarandas cargadas de flores, envuelta en una atmósfera cargada de nostalgia. Incapaz de concentrarme en este programa, con los ojos pesados por la falta de sueño, la sensación que me deja una charla a la distancia por el momento llena la necesidad que me dejan estas ganas de salir a caminar en este día soleado y fresco de primavera y sentarnos bajo la jacaranda a tomar el té.

lunes, abril 7

roto corazón

Los domingos generalmente son los días en los que trato de ponerme al corriente con la semana que termina en preparación para la entrantes. Costumbre desde niña, de así de preparar el uniforme para el día siguiente, la mochila y todo eso. Aunque mis fines de semana son bastante menos estructurados que el resto de los días, trato de organizarlos lo más posible. Sin embargo, en la vida real, como dicen, life happens, y a las dos horas todos los planes cambian y acabo desvelándome los domingos tratando de corretear y sacar por lo menos una quinta parte de todo lo que quería hacer.
En el último mes, al menos, los domingos son los días que se han vuelto de reencuentros. Quizá lo mejor de regresar al terruño adoptivo es poder ver de nuevo a viejos amigos que no veía en 5, 6, 7 años o hasta más. Lo mejor, mejor de todo es cuando la distancia y el tiempo parecen haber sido incapaces de alterar estas relaciones a pesar de tantos años. Es maravilloso ser testigos de estos cambios, atestiguar el crecimiento de nuestros amigos, y aún así ser capaces de volver a ese lugar en donde nos quedamos, revivir memorias, compartir risas y sentir como que uno vuelve a jalar ese hilito de plata que nos une y estamos de nuevo cerca, no sólo física sino esencial/espiritualmente. Empiezo a apechugar, sin embargo, y a empezar a aceptar que esto no va a ocurrir siempre, y que quizá hay tiempos que en el pasado fueron mejores y ahí se van a quedar. Llevo días tratando de entenderlo, a pesar de que mi necedad no me dejaba. Pero es parte del camino que nos tocó vivir, supongo. Pienso, de pronto, en ese cuento de Italo Calvino, La forma del espacio, pero no me quiero poner dramática. Sólo sé que el silencio siempre dice más que mil palabras.
Pensaba en esas cosas y me negaba a que me apucharraran el corazón. Y entonces las noticias llegan y es el terruño de nacimiento lo que empieza a calar en el alma. Y tres horas después, por fin me puedo sentar, sintiéndome casi en estado de shock y queriendo ignorar la información disponible. No es sólo que mi familia esté ahí; a pesar de todo, de las distancias y de todo lo demás, Tampico me duele de verdad esta noche. Me rompe el corazón saber que su gente no puede vivir en paz.

viernes, abril 4

just because I can

 A principios de este año abrí un nuevo blog que esperaba fuese un desahogario un poco más constructivo que éste que tengo aquí, que habla (aunque cada vez con menos frecuencia) de cualquier cosa que me venga a la cabeza o al corazón si me da tiempo y un mínimo de elocuencia para compartir. En todos estos años he tenido esta intención de abrir ya tres blogs alternos que nomás no sobreviven, así que supongo que esto quiere decir que lo único que me permanece siempre es un lugar donde queda una miscelánea de ideas, como éste. En fin, lo que quiero decir con todo esto es que en ese blog la idea era escribir para ayudarme a mantener el ánimo positivo en esos días oscuros cuando parecía que no pasaba nada bueno en mi vida. "Una bendición al día" era el título, donde escribiera por lo menos una cosa por la que estaba agradecida a pesar de mis circunstancias. Muchos estudios confirman que las personas agradecidas son más felices. Yo sólo sé que cuando hago una pausa para valorar todas las cosas buenas en mi vida acabo más agradecida y aliviada que cuando me concentro en todo lo malo que a veces las circunstancias temporales traen. En fin. Como dije, ese blog nunca cuajó, en parte porque no sé muy bien porqué pero en todo lo que va del año no he podido ni terminar de leer un libro ni de escribir una serie de ideas concretas (o de escribir un email largo de esos que escribía antes), y mis ideas se quedan ahí en mi cabecita, o en una de esas conversaciones largas que de pronto tengo. Lo que sí es que hay tres cosas por las que siempre siempre siempre estuve agradecida y que me mantuvieron con cordura en los últimos seis meses de mi vida, y de lo que podría hablar y escribir por horas: el apoyo de mi familia, mi matrimonio con Will, y correr. Correr es quizá lo menos personal de esta lista. Quizá no. Pero mi entusiasmo de anoche me lleva a escribir de eso hoy.
Anoche decidí salirme temprano del trabajo a pesar de haber llegado tarde nuevamente, pero decidí que ya era tiempo para volver a correr. En febrero me lastimé la rodilla izquierda y por una alta dosis de ignorancia y desidia seguí corriendo por días hasta que la rodilla estaba evidentemente inflamada y mi doctora de cabecera me dijo que si quería seguir corriendo tenía que dejar de correr por seis semanas hasta que se recuperara esa rodilla. Seis semanas después, aquí estoy.
Creo que por aquí ya había dicho que decidí darle una oportunidad a correr cuando en enero de 2012 mi sobrepeso estaba en el límite de calificar como obesidad, de acuerdo a mi IMC. Después de perder un par de kilos y haber tenido cierta rutina yendo al gimnasio a darle a la elípitica, recordé a todos mis amigos que estaban corriendo y que se mantenían en excelente forma gracias a correr. Por esas fechas leí "What I talk about when I talk about running", de Haruki Murakami, más por los consejos que da sobre escribir que necesariamente sobre correr, y eso me convenció de intentarlo. La idea de poder hacer algo por mí misma, sin reglas y sin tener que necesariamente ir a algún lugar en especial o a cierta hora me convenció. Encontré un plan para empezar caminando e ir corriendo poco a poco y a principios de mayo de ese año lo empecé. Un mes después ya era capaz de correr por ocho minutos sin parar y entonces en una plática con mi amiga PV le confesé, como si fuese un secreto vergonzoso, que estaba intentando correr. En uno de esos muchos encuentros que suceden con una persona que poco a poco se va haciendo una gran amiga, PV me respondió, como en muchas otras ocasiones, "¡yo también!" y fue así que nos hicimos compañeras en esa aventura de tener treinta años, nunca haber practicado deporte o actividad física en la vida, y responder al llamado del cuerpo que te pide que lo muevas, que lo utilices. Porque justamente fue eso lo que me motivó a intentar hacer algo, más allá de las metas difusas de bajar de peso o perder talla, la necesidad de mi cuerpo de experimentar movimiento era un llamado que ya no podía acallar.
Correr en Tucson durante el verano implica tener que levantarse muy temprano para ganarle al sol, y para poder correr en el campus de la universidad sin tener que lidiar con las hordas de estudiantes que cruzan por todos lados para llegar a clases. PV y yo nos encontrábamos en la entrada de Park & University, caminábamos por 15 minutos, corríamos por 8-10 y caminábamos otros 10 minutos más. Ésa fue nuestra rutina por más de dos meses, hasta que tuve que mudarme a San Diego. Ahí tuve la fortuna de vivir cerca de Balboa Park, que fue la mayor fuente de inspiración para decidir seguir corriendo a pesar de no tener el apoyo y la compañía de PV. El parque está lleno de corredores, de todos niveles y de todas las formas. Fuera de sentirme intimidada por los atletas y los súper cuerpos, los veía como instructores, tratando de imitar su postura, su ritmo, su respiración, y como inspiración: "quizá algún día yo voy a poder correr así". Empecé caminando de la casa al parque, 15 minutos, y luego en el parque una mezcla de trote y caminata en el circuito de milla y media, más los 15 minutos caminando de regreso. Me gustaba llegar temprano de trabajar, como a las 5pm, para evitar el tráfico y encontrar luz de día para cambiarme, ir a correr, regresar a bañarme y cenar. Era la rutina perfecta. Pero después el horario cambió y estaba oscuro a las seis de la tarde, por lo que volví a correr en la mañana. Entre una serie de presentaciones y viajes entre febrero y abril de 2013, poco a poco dejé de correr, pero para entonces ya podía echarme el circuito de milla y media del parque en dos partes, y la mitad del camino de mi casa al parque.
Ese verano regresé a Tucson, pero en medio del final de la tesis, la defensa, las tres mudanzas que nos aventamos en cuatro meses, y todo lo demás, correr dejó de ser una prioridad. Sólo en tres ocasiones salimos a correr, y tuvimos que parar ante una temporada de monsones más larga y activa de lo esperado por vivir cerca de las montañas y a la presencia de linces en la zona en la que estuvimos viviendo esos días.
Volví a Tampico en septiembre, en medio de un montón de circunstancias que no necesariamente elegí, y con proyectos que no cuajaron al principio. Coincidió que mi padre estaba de vacaciones y que a pesar de que su vida sedentaria es imposición de su trabajo, él es una persona muy activa. Andrés me despertaba a las siete de la mañana y mientras él tomaba café yo me cambiaba. Esas dos semanas íbamos a caminar al campo de beisbol y poco a poco volví a sentir el gusanito por correr. Mi mamá toma una clase en la universidad por las mañanas y empecé a ir con ella para caminar/trotar en el campus. Así descubrí la pista de atletismo, en donde me curtí hasta poder correr dos kilómetros sin parar, luego tres, luego cuatro parando varias veces para tomar el aire. Y un día hice el circuito alrededor del campus: una vuelta completa son 2.5kms, pausa para respirar, y una vuelta más. El día que pude hacer el recorrido sin parar me apunté a mi primera carrera 5K. Tampico fue mi campo de entrenamiento. Corrí en la pista de la universidad y luego en el campus; corrí a lo largo de la zona militar, a pesar de que odio ver a las fuerzas armadas en todos lados, pero tenían una muy buena banqueta sin interrupciones, era bueno para entrenar subidas; y corrí en el campo de beisbol, un buen entrenamiento para trail running. Corrí con sol, viento (unos nortes riquísimos) y lluvia. Descubrí que el mejor clima para mí es cuando hay mal tiempo. Mi segunda y última carrera fue un evento nocturno en la playa. Y justo cuando me sentí en buena forma para ir por más, me lastimé. Pero de ahí también aprendí una buena lección, y me hizo darme cuenta de lo mucho que me gusta correr, a pesar de que no siempre sea algo fácil.
Nunca he corrido más de cuatro días a la semana y lo más que he corrido sin parar son seis kilómetros. Mi promedio semanal son 15K. Soy una corredora en ciernes, y así como me pasa en la academia con este horrible impostor syndrome, prefiero considerarme una persona que corre para mantenerse activa, antes de llamarme corredora. Tampoco quiero ser una de esas personas que una vez que empiezan a correr se agarran queriendo evangelizar a todo mundo con las bondades de correr y que se piensan mejores personas porque ellos sí se dan el tiempo para ejercitarse. Esa gente me cae mal, así como me cae mal la gente que sólo porque hacen algo piensan que todos los demás deben hacerlo. Sé que correr no es para todo el mundo, y a mí esto es lo que me funcionó.  Correr no me hace una mejor persona, pero me ayuda a formar una mejor versión de mí misma.
Correr me ayudó a tener un propósito cuando todo las metas que yo tenía en mi mente y en mi corazón no eran factibles en ese momento. Correr me dio la fortaleza para enfrentar las inseguridades de ver a todo mundo llevando la vida perfecta cuando la mía era una gran incógnita. Correr me dio la sensación de que al menos algo yo podía controlar cuando había muchísimas cosas totalmente fuera de mi control. Correr dejó exhausto mi cuerpo de una forma mucho más satisfactoria que la exhaustividad de todas mis frustraciones. Correr me mantiene en comunicación con el resto de mi cuerpo; cuando no lo hago, algo malo pasa. Correr me recuerda que siempre puedo hacer algo más, y que con perseverancia y paciencia puedo pasar mis límites. Suena bastante a cliché, ¿no? Pero es que así nos pasa a algunas personas. Yo no sé si un día vaya a poder correr un maratón, pero mi meta para este año (si todo sale bien y no tengo más lesiones) es poder correr 10 kilómetros al hilo, aún cuando aún no pueda competir.
Así que anoche llegué y sin titubear me cambié de inmediato. Ése es el primer paso, porque como dice Murakami, tengo más razones para no salir a correr que para hacerlo, así que me preparo para salir a correr sin pensarlo mucho y ya una vez vestida, ya llevo algo de ventaja. Era mi primera vez corriendo en la ciudad de México, así que Will me advirtió de tener cuidado de no exigirme mucho por ser la primera vez de correr en esta altitud. Hice mi calentamiento dinámico en casa. A mí me gusta correr con ropa de compresión porque es mucho más cómoda, pero eso no esconde ninguna imperfección y soy demasiado consciente de ello, por lo que prefiero que si voy vestida así en público sea estando en movimiento, así nadie te pone atención. Salí a correr por uno de los camellones menores pero estaba tan entusiasmada que corrí más rápido de lo que planeaba y a los siete minutos tuve que parar a tomar aire. De ahí me pasé al camellón de la avenida mayor, y cuál fue mi sorpresa al darme cuenta que no era un camino de arcilla sino de grava, y eso da una sensación casi como de correr sobre arena, lo que me hizo correr más despacio aún y me cansó más rápido. Al final, entre torear coches, esperar semáforos y tomar aire, acabé parándome como en seis ocasiones; eso me frustró un poco. Pero me sorprendió que logré terminar 4.5km en 30 mins y mantener mi ritmo anterior. Me falta trabajar mucho en mi respiración, pero es algo en lo que puedo concentrarme poco a poco.
En fin. Considero que poder correr para mí es un logro enorme y real, porque a diferencia de muchas otras cosas que hago o he hecho en mi vida, correr es algo que nunca pensé que haría ni que fuera para mí y que me pide mucha más perseverancia y disciplina que presentar en público o terminar mi tesis, cosas que de una forma u otra estoy obligada o preparada mentalmente a hacer, no importa cuánto pueda detestarlo. Correr es algo que nadie me obliga a hacer, pero que me siento llamada a hacer y que pide de casi todas mis capacidades y eso me hace sentirme muy viva. Y al final de cuentas, por eso lo sigo haciendo. Nada más porque sí. Porque sé que puedo. Así que ¿por qué no?



martes, abril 1

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Uno de los mayores placeres y honores de esta vida es poder ser testigo de la vida de la gente a la que quiero. Así, aunque pase el tiempo, aunque se vayan, aunque ya no estemos juntos, aunque ya nunca nos volvamos a ver, siempre habrá ese pedacito de vida que compartimos. Así, la añoranza, aunque cale, duele un poquito menos.
Sí, es una de esas noches en las que me asaltan el montón de memorias...