lunes, junio 4

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Difícil escribir en este momento. Me he hecho una mujer muy ocupada en parte para no pensar demasiado en cosas que me apachurren el ánimo. No, es mentira, no lo hice a propósito, pero como que todo fue ocurriendo así. La verdad no quisiera escribir porque eso me obliga a tratar un tema que será persistente estos días: es mi último mes aquí. Sí, lo sé, no big deal, pero me está pesando.

El sábado fue un buen día, me invitaron a dar un recorrido en el museo para los nuevos voluntarios y fue una experiencia muy comprometedora que me hizo aprender mucho; lo único malo es que me puse muy nerviosa y hasta cierto punto insegura... creo que pude haberlo hecho mejor y lo lamento... Pero bueno, después de eso me llevé una grata sorpresa.
Tuve un encuentro de esos lindos. Fui a hablar con J, mi coordinador, para avisarle que éste será mi último mes en el museo. Le conté lo de la beca y la universidad y yo nada más sentía la tristeza que me daba al decirle esto, y un dejo de temor porque sé que me estoy yendo con menos de un año de laborar con ellos. J no se esperaba esta noticia, pero a pesar de todo fue amable y generoso conmigo. Hacía tiempo que alguien no me decía cosas que me hicieran sentir tan bien, en el sentido de la decisión que estoy tomando y el no temer al futuro. Me sorprendió sobre todo porque tenemos poco de conocernos y no habíamos interactuado mucho. Afortunadamente he contado con personas que me apoyan y cuyo cariño siento y agradezco de corazón, pero J me dejó muchas cosas buenas con nuestra charla del sábado. En particular traigo en la cabeza eso que me dijo de “si hace tres años me hubieran dicho que estaría aquí, no lo hubiera creído"; fue como si me dijera "no te predispongas, no sabes lo que puede pasar, pero lo que sea, será lo mejor”; suena de lo más común, pero para mí significó mucho; me recordó varios pasajes que me gustan de la historia de Demian, de Hesse, y también me dio fuerzas para no tenerle miedo a lo que viene por delante, sino mejor seguir, aprender, vivir y dejarme sorprender. Quizá J no sabe lo mucho que dejó en mí, pero se lo agradezco enormemente. Es una gran persona.
Salí del museo y me sentí ligerita ligerita de alma. En todo lo que va del año cuando salgo del museo me da un poquito de tristeza porque antes de enero, las ideas al museo acababan en una cita para ir a comer, con esa grata compañía que hoy no tengo. Sin embargo, este sábado me sentía casi plena. Caminé hacia Madero y resultó que estaba la calle cerrada. El centro de la ciudad nunca deja de sorprenderme. En todo este tiempo ninguna ida al centro histórico ha sido igual a otra. Si no es un concierto, es una manifestación, una asamblea, un campamento, filman una película, hay un desfile, etc., etc., etc. El sábado sucedió que varias alcantarillas explotaron. Todo un caso. Tuve que cambiar de camino y, justo debajo de los arcos, rumbo a 16 de septiembre me percaté de que estaban arreando la bandera. Hace tiempo que dejé los nacionalismos, pero la ceremonia de los honores a la bandera aún me sigue gustando. Así que me quedé a ver el trajín de los más de diez soldados intentando lidiar con el lábaro ése inmenso y resulta que estaban desenredándola. Me pareció divertido y me puse de buen humor. Me agarré entonces a caminar por el centro por alrededor de dos horas. Hacía rato que no lo hacía.
El día estaba bien lindo. Zigzagueé por varias calles pensando que siempre he ido al centro con gente muy querida, tengo muy buenos recuerdos. Desde mi primer recuerdo en el zócalo a los 8 años de edad (y que me compraron mi primer paraguas en la calle de Moneda); las visitas estudiantiles con mis amigas de la prepa; las idas de compras con Sonia y con Gaby para revender cosas y ahorrar el excedente para nuestro viaje a Europa; los conciertos masivos a los que fui con mis padres, Vicente o ese banda tan buena que se armó la vez del Virreyes y de Manu Chao; las caminatas con Fer, Gonzalo y Tito, entrañables amigos; las muchas calles recorridas con él, incluyendo nuestro último paseo una noche a mediados de diciembre de 2006, donde me puse junto con los niños a recolectar algodón de azúcar que escapaba volando de los puestos; y así y así, hasta llegar a una noche de febrero donde lo mejor que recuerdo fue que pasamos por un cono del McDonald’s y alargamos el momento caminando hasta la estación del metro Juárez.
Caminé finalmente hasta el Teatro de la Ciudad en Donceles para comprar los boletos para el ballet. De regreso a Eje Central por Madero me sentía sumamente feliz, consciente de ser feliz, algo que no pasa muy a menudo (la última vez que me preguntaron si era feliz, hace un mes, lo guardo como un recuerdo rudo y triste). Entonces me invadió un sentimiento enorme de algo así parecido a la tristeza, pero sin serlo, este sentir de darme cuenta que me estaba despidiendo de esta parte de la ciudad, de un mosaico de recuerdos de diez años de mi vida. Estuve a punto de llorar, pero no me gusta hacerlo en público y me aguanté. Así vislumbré la Torre Latinoamericana y volví a alegrarme: ése fue el primer sitio que visité en julio de 1997 cuando a los 15 años me mudé al Distrito Federal. Ahora sé dónde será mi despedida.

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