martes, mayo 29

les comparto una

Pequeña historia banal

Fue sólo coincidencia; uno de esos chispazos de ¿suerte? ¿destino? ¿azar? que se presentan en la vida.

Ocurrió a finales de mayo en un lugar al que no solía acudir; la constante falta de tiempo fue lo que guió sus pasos aquella tarde. Ella estudiaba en una pequeña biblioteca del sur, un espacio circular en medio de un pequeño parque boscoso. Una biblioteca pública, de ésas con feos estantes de metal pintados de amarillo y repletos de libros de texto y ejemplares de los saldos que donan las editoriales a CONACULTA. No iba ahí por los libros, sino porque era un lugar casi siempre vacío, con grandes ventanales y suficiente silencio para concentrarse.

Él apareció entonces. Ella disimuló bien la curiosidad que le provocó su estatura, sus bermudas de playa en plena capital, su barba a medias y ese tierno aire distraído. Él trató de ocultar que tenía una hora sentado frente a un libro lanzando miradas furtivas hacia su mesa. Habría de decirle después que sólo se acercó porque le interesó saber qué estaba leyendo tan concentrada. Luego confesó que tuvo intenciones de llamar su atención antes de iniciar la plática con la excusa de pedirle algo con qué escribir.

Ella no le cree y sonríe, así que él siente que tiene ya la puerta abierta. Charlan un buen rato acerca de sus ocupaciones y ambos se sorprenden de la casualidad que los ha unido ahí. Están a punto de cerrar y él le pide ahora un pedazo de papel “pero sólo si me das tu teléfono, si no, no me sirve de nada”. Ella sonríe de nuevo y le dicta. Se va alegre: ¡vaya forma de comenzar la semana!

La plática continúa con una llamada telefónica la noche de un miércoles. Voces nerviosas, atrabancadas, sólo las palabras suficientes para citarse un domingo por la tarde.

El día llega, mala elección. La plaza del lugar está llena. Se ven a lo lejos y tienen que atravesar la muchedumbre para encontrarse. Hace demasiado calor para un café. Así que el escenario ideal está acordado y dispuesto: una jarra de cerveza y cigarrillos. Charlan de todo y nada, pero lo suficiente para que ella cale su postura de hombre politiquero y combatiente -¡qué risa!, piensa, por ahí no va la cosa.- Él le cuenta de su vida, de cómo a sus 26 años pasó por dos carreras que finalmente abandonó para comenzar ahora a estudiar Antropología. A ella le desconcierta la inconstancia, tiene 20 años y la vida perfectamente planeada. Son bastante diferentes pero se caen bien y es un hecho que se gustan.

Continúa el interés un día más, de nuevo en la biblioteca. Ella sigue estudiando y no hay algo que la logre desconcentrar de su deber, aún cuando él aparece y se sienta a su lado fingiendo que lee y que no puede evitar mirarla. No será sino hasta el martes cuando la oscuridad tediosa dé rienda suelta a las manos, la curiosidad y el deseo. Quedan en un cine, ese cine viejo que hoy ya no existe. Ninguno de los dos quiere entrar pero lo hacen. Pregunta él por tercera vez la hora. No hay gente en la sala y se la pasan platicando y haciendo bromas a expensas de esa mala película del “nuevo cine mexicano” que se proyecta ante sus ojos. Así, hasta que todo aquello que la tensión reprime esa buena tarde sale a flote.

Una vez más pregunta la hora. Él trae prisa, tiene que irse. Ella muestra su molestia pero lo acompaña sin importar dejar la película a medias. Ella ha dejado de estar contenta. Basta de las salidas sistemáticas. Decide que al día siguiente no se verán, habrá que esperar al jueves.

Esa noche, la visión puritana que suele influirle la critica y le dice no entenderla. Ella ríe y no se ve preocupada. Admite que le gusta mucho pero la decisión está tomada: todo acabará este jueves. Sabe que los dos esperan nada.

Llega el día, y ella acude tarde como suele. Él la espera dando vueltas a una mesa. Comienza la plática, más amena que en las ocasiones anteriores. Protagonizan juegos fatuos que comienzan con palabras y terminan con las manos, hasta llegar al inocente beso que entraña oscuras intenciones que ambos piensan y por alguna razón banal e infantil ninguno dice.

Van y vienen del lugar, los cuerpos no los dejan en paz. Salen al jardín y sigue esa mano inquieta, a pesar de las bocas insensibles e incapaces de hablar. Comienza un encuentro violento, de fuerza, y entonces su vientre está para esa mano acariciante; su vientre, su entrepierna, su cuello, sus caderas; su cuerpo que se muestra palpable a pesares de la ropa. Se desdoblan y son sólo dos cuerpos, separados por momentos al ser conscientes de ser observados por aquellos que pasan, esos ojos de la moral falsa. Un hombre a medias satisfecho. Una mujer rota, incómoda y con nostalgia.

Se observan como extraños. Así que le ponen fin, no hay tregua y es definitivo. Entonces sólo van juntos hasta la mitad del camino y él toma su cuello viéndola a los ojos para desearle un buen viaje. Es hasta que toma el adiós que ella se percata de que no se volverán a ver.

Sale un suspiro de alivio, y el olor a ilusión no cuajada.
Sabe que sólo fue un momento. Una expectativa de dos semanas.
Entonces hela aquí: sentada, lamentando a discreción una suerte, una muerte, una redada.
Quizá extrañando una mano, un corazón, un sentimiento.
Y quizá ya no extrañe nada.

Junio 15, 2001 - Mayo 25, 2007
mx, df

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