Pero lo peor de todo es hablar por teléfono, lo detesto. El primer problema es que mi celular tiene una señal caprichosa, a veces sirve y la más de las veces es deficiente, entonces eso afecta el sonido y me cuesta escuchar bien. El viernes me habló C para quedar en ir a cenar por el inicio del semestre con todos los del salón; yo estaba dormida y por ende más torpe que de costumbre; pa acabarla C tiene un acento sureño de Alabama muy particular y creo que el pobre se desesperó tratando de explicarme en qué lugar nos íbamos a encontrar. Ya más tarde entrados en confianza sobre si el inglés de los mexicanos que estamos en el salón era malo o no, C me dijo que no me preocupara por mi batallar al hablar por teléfono, que eso es normal en general cuando no se puede ver las expresiones o leer los labios de los interlocutores, explicación a la que le hallé sentido después de todo. Podría agarrarme a contar dos o tres eventos chuscos protagonizados por mis barreras del lenguaje, pero mejor en otra ocasión.
Por lo pronto anhelo que llegue el día que me pase lo que a la niña protagonista de Cuando Hitler me robó el conejo rosa, una historia muy linda que leí hace muchos muchos años. Se trata de una familia de judíos que tienen que dejar Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, se mudan a Suiza y luego a Francia, donde finalmente se instalan por una temporada más larga. Anna, la protagonista, tiene que aprender a hablar en francés y sufre mucho por eso, pero un día se levanta para ir a la escuela y descubre que estuvo soñando en francés ¡en su sueño los diálogos eran en francés! Es así que Anna se da cuenta que ya internalizó su nueva lengua y ya no tiene que traducir en su cabeza sus ideas del alemán al francés.
Yo ahí la llevo; mis sueños todavía son películas mudas.
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