domingo, noviembre 23

I

Inés es una señora que conocí cuando vivía con Doña Jose. Iba dos veces a la semana al departamento; hacía algo de quehacer de la casa, pero su tarea principal era acompañar a Doña Jose al súper, cuando todavía podía hacerlo, y hacer sus trámites en el banco y otras dependencias. Vivía por el Poli y salía de su casa a las cinco de la mañana para llegar tempranito, cuando yo me levantaba ella ya estaba ahí. Tenía una cicatriz en un ojo y una parte de la cara, y por eso siempre usaba unos lentes oscuros enormes que le cubrían la mitad del rostro; en cuatro años de convivencia nunca la vi sin ellos. Su cuerpo era menudito; sus pasos, pequeños, cortos, siempre caminaba muy derecha; me acuerdo también de su voz grave, de ésas que no crees que puedan salir de una mujer en un cuerpo tal delgado y pequeño. Su carácter era duro, ella era muy crítica con los demás, no era chismosa pero no se quedaba callada cuando algo no le parecía y lo decía sin pelos en la lengua. Era difícil caerle bien y a mí me intimidaba tanto que rehuía cualquier trato con ella, más allá del simple saludo. Siempre me ha gustado vivir sola, y en los años que compartí casa con desconocidos solía limitar el trato a lo mínimo indispensable por el mayor tiempo posible. Pero con Doña Jose viví cuatro años y como en toda casa donde convivan más de dos mujeres, la cocina acaba siendo un punto de reunión inevitable. Cuando me sentía muy aburrida y/o no tenía planes para salir, no hacía falta más que ir a la cocina y ahí siempre iba a encontrar a alguien con quien platicar. En una de ésas fue que empecé a tratar a Inés, y fue que me empezó a contar de su marido que había migrado a Estados Unidos, de sus hijos, de lo lejos que estaba su casa, de cómo antes había menos inseguridad en la ciudad, de cómo conoció a Doña Jose, de cuánto le molestaba ver que a Sparky la trataran mejor que a un ser humano, etc. Me preguntaba de mí, de mi familia y cosas de ésas. Un día me dijo que le caía tan bien que estaba esperando que yo o L, el nieto de Doña Jose, nos casáramos para irse a trabajar con cualquiera de los dos. Me insistía mucho en que quería verme casada y con hijos y ayudarme a cuidarlos (tanta gente me ha dicho que espera verme así que creo van a acabar por echarme la sal). Una de las cosas que más recuerdo, por la forma tan directa y seria en la que me lo dijo (esas maneras que igual te hacen reír o llorar), era que tenía que cuidarme para perder el peso que aumenté cuando viví en Canadá, cosa de la que según ella nunca pude reponerme (creo que es cierto). Es por eso que me acuerdo ahorita de ella. Su secreto de belleza para mantenerse en forma era cenar una taza de té sin endulzante y una fruta. Hoy decidí hacerle caso, para contrarrestar las indulgencias que nos hemos dado últimamente en este asunto de las cenas.

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