martes, julio 14

Mario

Mi abuelo Mario murió hace 15 años, una tarde de julio quizá tan calurosa como ésta, sólo que él estaba en un frío hospital del Bajío. Yo tenía 12 años y volví a Tampico sin él, pero estaba segura que él volvería, que estaría bien, que nada más era un mareo raro; no sabía que era el corazón, un segundo infarto. Esa tarde imperó la desorganización y fue así que mi mamá se enteró de la muerte de su padre en una de las peores maneras posibles. Ella estaba al teléfono y yo ponía atención al televisor a lado suyo. Recuerdo que sus gritos y su histeria eran tales que yo me sentía incapaz de llorar o de sentir dolor, estaba atravesada por completo por la reacción de mi mamá. Me llevé a mi hermano y a mis dos primas a una recámara mientras alguien trataba calmar a mi madre. Ahí empezamos a llorar nosotros, hasta que Sara, que entonces tenía 4 años y que estaba jugando fuera y a quien nadie le había explicado del suceso, dijo que mi abuelito estaba ya en el cielo. Qué tan cierto es esto o no, es parte de nuestros mitos personales. Mi madre no permitió que ningún menor estuviese durante el velorio, así que yo no vi a mi abuelo sino hasta horas antes de su entierro. Verlo en su ataúd me llenó de mucha paz, se veía tan tranquilo, tan guapo en traje, con ese esbozo de sonrisa tan suya que no me costaba nada imaginarlo con su sonrisa completa; era tan fácil creer que estaba dormido y que en ese momento se iba a levantar a saludar a todos. Camino a Catedral para la misa de cuerpo presente, sobre la calle Colón me pareció verlo atravesar la calle hacia la Plaza de Armas, entonces grité ¡ahí va mi abuelito! dentro del coche, pero todos estaban tan sumidos en sus propios pensamientos que nadie me prestó atención. Por años me siguió pasando eso, lo confundía en la calle y le hablaba, o estaba en el corredor de casa de mi abuelita y creía verlo venir por los framboyanes y me paraba para ayudarlo con su eterna bolsa de mandado con la que venía de trabajar, cuántas veces me detuve justo en la puerta de la entrada al descubrir que se trataba de otra persona. Yo le lloré muy poco y aún hoy de su partida lo que más me duele es que mi madre no se haya podido despedir de él. Creo que no lo extraño porque siempre lo he sentido cerca de mí. De más chica yo dejé de rezar a Dios y elevé a mi abuelo a categoría de santo, porque le rezaba a él y le pedía a él que intercediera por mí. A decir de otros miembros de la familia, no soy la única que hizo de esto una práctica personal. No recuerdo a mi abuelo siendo particularmente amoroso conmigo, pero tengo esta imagen suya de generosidad y bondad plena de su parte hacia todos los que le rodeaban. Me gusta hablar de él, recordar sus historias, sus manías, sus maneras. A mí siempre me pareció un hombre bastante guapo, extremadamente pulcro, con carácter, entereza, un sentido del humor y una caballerosidad excepcionales. Recuerdo lo orgullosa que me sentí la vez que en ese viaje uno de sus amigos dijo que por mi forma de hablar y de expresarme se notaba que era nieta suya; recuerdo con tristeza la vez que me agarré a llorar porque me di cuenta que no estaría conmigo en mis XV años para dar mi brindis y bailar conmigo. Las ausencias sistemáticas de mi padre durante mi niñez hicieron que adoptara a mi abuelo como una figura paterna en innumerables ocasiones; aunque él ha sido de esas pocas personas cuya autoridad podía temer. Mi abuelo materno y mi padre son el mayor ejemplo en mi vida de lo que significa ser un self-made man, y a veces temo que ya no haya hombres de esa calidad.


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Un sábado de hace 15 años mi familia, amigos y compañeros, clientes y conocidos de mi abuelo y su rumbo llenamos Catedral para despedirlo. Hoy sólo estuvimos sus hijos, nietos y un par de sus nueras y llenamos la capillita del Buen Pastor. Mamá hizo arroz con leche y se armó la cooperacha para ir por leche, cocas y galletas; el café fue cortesía de la casa. Estuvimos en el corredor de toda la vida tomando el fresco, hablándonos a gritos de extremo a extremo, yo hice mis corajes de siempre por la bola de vaquetones que sólo esperan ser servidos y nunca se ofrecen a servir. Me gusta pararme en el marco de la puerta porque así puedo ver a mis primos sentados en la sala chismeando, y a mis tíos, tías, mi madre y mi abue en el corredor contándose cosas, y los chiquitos corriendo de un lado a otro y relevo a mi abuelita diciéndoles que por el jardín no se crucen. Pienso que mi abuelo nos dejó una linda familia, a pesar de todo. A las 9pm el calor sigue con ganas y las nubes nos dejan el ambiente bochornoso, los primos salen al corredor y hay gente parada y sentada unos contra otros en las sillas. Es mucho alboroto, muchas risas. Pienso que mi abuelito nos ve y se ríe, pienso que está contento de nuestros planes, que está satisfecho de que estemos todos con mi abuelita y que la hacemos carcajear. Pienso, mientras sale la ronda de comentarios quejándose de los moscos y las hormigas y la canícula, que José Carlos, que me gana en años y experiencia y a veces en corazón, estaba en lo cierto cuando decía que somos una constelación de vidas encarnadas por muchas personas distintas que tienen el mismo nombre.

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Mi abuelo, no obstante, no era perfecto y uno de sus defectos era su irremediable homofobia, al grado de que intentó, sin éxito, cambiar el número telefónico que le asignaron con terminación en 41, por ejemplo. En contrapeso a esta entrada, quiero decir que a las pelis de Almodóvar cada vez más les agarro gusto (porque encuentro sus historias bastante originales, emocionales y entretenidas, nada que ver con mi aparente Españofilia) y hasta pienso que me gustaría verlas en libro, no como guiones cinematográficos sino estructurados en cuento y novela. Pienso que Tacones lejanos sería un gran cuento (la ví hace un par de noches) y que Todo sobre mi madre sería La novela almodovariana; quién sabe, pero me gustaría.

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