domingo, enero 25

memorias

El domingo es el día del Señor, o eso dicen. El domingo es una cosa familiar, me gusta más eso. Pero bien dicen: con la familia y el sol, entre más lejos mejor. Y todo eso mezclado me gusta. Quizá por estar lejos es que lo valoro de verdad, ve tú a saber.
De niña me gustaba pasar los domingos en casa de mis abuelos. Íbamos a misa de once con el padre Polo, el peor de los suplicios porque nos aventábamos la hora y media con su sermón largo largo y todos sus avisos parroquiales. Luego caminábamos todos para la casa, sabiendo que estaríamos como por dos horas picándonos los ojos sin hacer ruido para no despertar a mi abuelo que dormía por la mañana después de pasar la noche en vela en la Adoración Nocturna al Santísimo en Catedral. En la cocina mi mamá y mi abuelita hacían de comer, el sempiterno caldo de pollo y arroz, mi tía Malena hacía el agua de limón con vino tinto, y todos los demás estábamos en el patio, cerca de la pileta o en el corredor, platicando y leyendo el periódico. Como a eso de las dos nos sentábamos a comer, por jerarquías, niños y hombres primero. Niños en una mesa improvisada con burros de metal y una tabla con mantel, adultos en el comedor, con mi abuelo a la cabeza. A él se le servía primero, su pierna y su huacal, su salsa de chile rojo molcajeteada, su tazota de agua de limón. A los hombres siempre les tocaban las piernas del pollo y sólo a mi abuelo y a mi papá les tocaban las patitas también, por puro gusto, y por mera jerarquía. Mi mamá y mi abuelita compartían la pechuga, mis otras tías los muslos, a los niños siempre nos tocaban las alas. Las menudencias también se repartían: hombres las mollejas, mujeres el hígado, y por alguna razón a mí siempre me dejaron comerme el corazón, corazoncito de pollo... Después de la comida nos íbamos a jugar los primos, en ese entonces apenas éramos cinco, hoy somos ya trece. Los demás se salían al corredor a platicar. Luego el camino de regreso a casa, preparar el uniforme para el lunes, y matar el tiempo viendo Siempre en Domingo, aguantar el estupor, y cierto aire de melancolía que me entraba irremediablemente el domingo por la tardenoche, desde niña. Luego mi abuelo murió y ya no había excusa para hacer caldo de pollo para su desvelada. Los nietos crecimos y ya no queríamos ir a pasar todo el día con tanta familia, poníamos como excusa las tareas de la secundaria y cosas así. Nos hartamos del padre Polo y nosotros empezamos a ir a San Pedro y San Pablo.
Nos mudamos al DF después, fueron domingos bonitos. Nomás nosotros cuatro, ir a misa a San Judas Tadeo, al tianguis de Calzada del Hueso, ir a pasear por ahí, cuando vivíamos en Coapa. Al año siguiente nos cambiamos a Picacho, teníamos la iglesia enfrente, con el padre Guillermo, el mejor cura con el que me he topado en toda mi vida, y empezamos a comer fuera, más paseos. Después me quedé yo sola y cuando no iba a misa con la familia de Sonia y Jose, para paliar mi soledad iba a la iglesia de La Navidad en Cuajimalpa, pura necesidad de seguir la costumbre. Odiaba los domingos en la tarde con todas mis fuerzas, Jose y yo poníamos el disco de The Offspring cuando él me llevaba a casa, inútil esfuerzo para fingir que todo estaba bien, que no dolía despedirse. Finalmente renegué de la iglesia, empecé a pasar los fines de semana estudiando con Fer en la biblioteca México, o a veces me iba a Coapa a pasar el fin con Sonia y Gaby, pero mis domingos nunca volvieron a ser iguales, pesaban mucho en el corazón. No fue sino hasta que conocí a P que me sentí de nuevo a gusto con los domingos, P era mi familia, estar con P era maravilloso, everything in its right place, pero también esa época terminó. Finalmente aprendí a estar sola, aprendí a apreciar el silencio dominical, y luego el centro histórico limpio y vacío los domingos por la mañana, mis clases y los recorridos en el museo, el camino por Eje Central en el trolebús.
Los domingos aquí son como cualquier otro día, no hay mucha diferencia con un lunes o un viernes. No hay horarios ni rutinas que lo hagan un día especial. Eso también me gusta. Ayer no pude hablar con mis padres, así que lo hice hoy. Con papá hablo de mis planes, del dinero, del yacimiento en Cantarell, de si estamos cumpliendo el compromiso de hacer ejercicio. Con mamá hablo de comida, de su escuela y sus niños, y de todas las novedades de la familia. Muchas novedades esta vez, muchas cosas bonitas, un pedazo de mundo en paz. Me cuenta y puedo imaginarlo todo. Me cuenta y extraño mucho. Me cuenta y puedo verlos, y aunque lejos, siento que estoy ahí.

Feliz domingo :)



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PD que no viene al caso con esta entrada pero que se me había pasado comentar por andar pendejeando en el facebook (donde sí lo anuncié) durante las vacaciones: ya está en línea el número 22 de HermanoCerdo, el que tienen que leer porque está más-que-recomendable, como siempre, y porque incluye una traducción del japonés de un cuento de Kenji Miyasawa, La oficina gatuna, más una breve pero completa semblanza del autor, cortesía del buen Isami-san :) léanlo, digan que está muy bueno, y cuéntenme si les gustó el final, que yo todavía le doy vueltas :)

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