Salí de la Ciudad en una de esas tardes de las que me gustan: nublado nublado con rayos de sol colándose entre nubarrones grises; me provocó una sonrisa agridulce porque me hubiese gustado compartir la tarde así también y no sólo la mañana con ese sol que tuvimos. El tráfico a la salida de Insurgentes no me desanimó, ni el no haber conseguido el descuento de estudiante, ni el no encontrar un bus directo. Así se torna el estado de ánimo cuando las circunstancias se ponen del lado de la voluntad, aún cuando no sea en bandeja de plata.
Hay una parte en la película Closer donde el personaje de Natalie Portman le reclama al de Jude Law que uno no puede negar la responsabilidad de sus acciones, que siempre hay un momento, aunque éste sea mínimo, donde podemos decidir hacer o no hacer, esa disyuntiva donde nos jugamos todo, pero podemos elegir. Mi momento llegó en la sala de abordaje y el resto fue eso que a veces llaman la conspiración del universo. Como en muchas de esas películas románticas, decidí no tomar el vuelo en el último momento. A diferencia de las películas románticas, según me contaba la señorita de seguridad, esas acciones no son comunes (en la vida real, supongo, la gente suele ser más práctica, digo, para qué perder una hora en el check-in). Mi historia no es una historia de peli romántica, pero es una historia de mucho mucho amor. El común denominador en todo esto es que cuando uno de verdad escucha a su corazón, no puede errar. Por mientras, como dice la canción, no sé mañana, pero sé de hoy. Y hoy tengo fe y tranquilidad de estar en donde debo y quiero estar.
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