martes, agosto 11

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D me regaló su copia en español de Las Correcciones la tarde de hace un par de años en que él quería leer y yo andaba por ahí haciendo mosca. El libro es un tabicón de Seix Barral que tuvo que quedarse en casa a añejarse dos años más hasta que este verano le tocó la suerte de salir del librero. Justo D me dijo que Jonathan Franzen no sonaba como la mejor recomendación ahora, pero al final de cuentas, después de tres libros de relectura que fueron abandonados y que muy probablemente acabarán en la maleta, Las Correcciones fue el único que sobrevivió a la desidia. En parte fue por el reto de acabarme un libro "largo", en parte porque como prácticamente no he movido un dedo para actividad laboral alguna pienso que la lectura ha sido al menos una buena excusa cuando me preguntan "¿qué haces?", en parte porque algo dentro de mí se siente mejor persona si estoy leyendo algo, aunque eso es medio estúpido. Terminé el libro en cosa de unos ocho días, en tiempo efectivo habrán sido cinco pero se atravesaron tres días de hospital en donde no leí en solidaridad con mi hermano en la sala de espera. El libro no me gustó y siempre que alguien me veía salía el comentario de qué libro tan grande, sí pero no está bueno, y entonces ¿para qué lo lees?, nomás..., etc.
Pensé en dejar a Franzen por malo y presuncioso. Al principio creí que era la traducción lo que no me terminaba de cuajar y hasta me hice pato cuando empecé a descubrir errores tipográficos, luego me di cuenta que en verdad me disgustaban los personajes y la historia y los pasajes increíblemente largos de descripciones de elementos sin importancia. Decidí terminar el libro como un ejercicio de crítica porque hacía mucho que me no sentía tan repelida por una historia (comentario que suena muy fuerte, pero es que a veces así somos, dicen, los libra de snobs).
La cuestión es que al final de cuentas creo que el libro sí me gustó porque justamente al terminarlo esos personajes que detesté acabé por extrañarlos y darles vueltas para tratar de entenderlos y todo eso, al grado que creo que el libro me parecía malo cuando en realidad era que me hacía sentir tan mal porque el autor finalmente logra transmitir toda esa decepción y toda la podredumbre moral de la familia en la sociedad estadunidense de la frontera del siglo XX con el XXI. La novela me dolió mucho porque a cada rato sus personajes me reiteraban esta sensación de que al final se sienten solos porque esperan de los demás cosas que por no expresar nunca se enteran que el otro estaría dispuesto a darles, que podría, al menos, considerar. De nuevo: las palabras no dichas, las miradas ignoradas, las promesas al aire. Cuando algún tipo de comunicación es posible, generalmente, es obvio, ya ha sido demasiado tarde. Hacia el final de la historia parece que hay una tenue lucecita de esperanza de que las cosas pueden ir mejor, tantos vacíos llenarse, tantas desesperaciones solucinarse; yo me decía "claro, si ninguna familia es perfecta, pero al menos en algún momento tuvieron lapsos de felicidad" y zas, ahí va otra vez todo el desbajaruste de vidas de nuevo y pura frustración tras otra. Terminé el libro como con náusea y bastante decepcionada, y mira que yo no soy precisamente amante de los finales felices, pero esto fue el colmo. De pronto como que entendí la vez que E me dijo que lo fácil es hacer finales con tragedia y que es harto difícil incluir pasajes y aún más terminar con felicidad, al menos cuando uno se dedica a escribir sinfonías. Como sea, supongo que el libro tiene su encanto, pero no del tipo que me atrapa a mí. Para historias de familia, me sigo quedando con Gabo y Jeffrey.

PD, oh, el lugar común: que estoy leyendo los Papeles Inesperados de Cortázar, mi único capricho verdadero del verano, y me dejo envolver por sus maravillas. ¿El placer culpable? Adoro sus manos, veo la encantadora foto de la portada y mis ojos no se despegan de sus manos, el tipo de manos que parecen esculpidas por un gran artista ¡qué impresión!

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